TRATADO I (Ciego)
Estábamos en Escalona, villa del duque de
ella, en un mesón, y diome un pedazo de longaniza que le asase. Ya que la
longaniza había pringado y comídose las pringadas, sacó un maravedí de la bolsa
y mandó que fuese por él de vino a la taberna. Púsome el demonio el aparejo
delante los ojos, el cual, como suelen decir, hace al ladrón, y fue que había
cabe el fuego un nabo pequeño, larguillo y ruinoso, y tal que, por no ser para
la olla, debió ser echado allí. Y como al presente nadie estuviese, sino él y
yo solos, como me vi con apetito goloso, habiéndoseme puesto dentro el sabroso
olor de la longaniza, del cual solamente sabía que había de gozar, no mirando
qué me podría suceder, pospuesto todo el temor por cumplir con el deseo, en
tanto que el ciego sacaba de la bolsa el dinero, saqué la longaniza y muy
presto metí el sobredicho nabo en el asador, el cual, mi amo, dándome el dinero
para el vino, tomó y comenzó a dar vueltas al fuego, queriendo asar al que, de
ser cocido, por sus deméritos había escapado. Yo fui por el vino, con el cual
no tardé en despachar la longaniza y, cuando vine, hallé al pecador del ciego
que tenía entre dos rebanadas apretado el nabo, al cual aún no había conocido
por no haberlo tentado con la mano. Como tomase las rebanadas y mordiese en
ellas pensando también llevar parte de la longaniza, hallóse en frío con el
frío nabo. Alteróse y dijo:
-¿Qué es esto, Lazarillo?
-¡Lacerado de mí! -dije yo-.
¿Si queréis a mí echar algo? ¿Yo no vengo de traer el vino? Alguno estaba ahí y
por burlar haría esto.
-No, no -dijo él-, que yo no
he dejado el asador de la mano; no es posible.
Yo torné a jurar y perjurar
que estaba libre de aquel trueco y cambio; mas poco me aprovechó, pues a las
astucias del maldito ciego nada se le escondía. Levantóse y asióme por la
cabeza y llegóse a olerme. Y como debió sentir el huelgo, a uso de buen
podenco, por mejor satisfacerse de la verdad, y con la gran agonía que llevaba,
asiéndome con las manos, abríame la boca más de su derecho y desatentadamente
metía la nariz. La cual él tenía luenga y afilada, y a aquella sazón, con el
enojo, se había aumentado un palmo; con el pico de la cual me llegó a la
golilla.
Y con esto, y con el gran
miedo que tenía, y con la brevedad del tiempo, la negra longaniza aún no había
hecho asiento en el estómago; y lo más principal: con el destiento de la
cumplidísima nariz, medio cuasi ahogándome, todas estas cosas se juntaron y
fueron causa que el hecho y golosina se manifestase y lo suyo fuese vuelto a su
dueño. De manera que, antes que el mal ciego sacase de mi boca su trompa, tal
alteración sintió mi estómago, que le dio con el hurto en ella, de suerte que
su nariz y la negra mal mascada longaniza a un tiempo salieron de mi boca.
¡Oh gran Dios, quién
estuviera aquella hora sepultado, que muerto ya lo estaba! Fue tal el coraje
del perverso ciego, que, si al ruido no acudieran, pienso no me dejara con la
vida. Sacáronme de entre sus manos, dejándoselas llenas de aquellos pocos
cabellos que tenía, arañada la cara y rascuñado el pescuezo y la garganta. Y
esto bien lo merecía, pues por su maldad me venían tantas persecuciones.